No me importó que me estrujara entre sus manos, que me mordiera hasta sacarme un trozo de tela. Más que pena y rabia, ella sentía un profundo dolor. Sus amigos sostenían su cuerpo frágil, la consolaban, la miraban, pero no había palabras que pudieran calmarla.
Jamás olvidaré sus ojos que, a pesar del llanto, destilaban tanto amor.
Sólo soy un pañuelo, un retazo de tela que ella misma bordó, lavado muchas veces y secado a la sombra o a pleno sol.
Quisiera ayudar a esta madre tierna que tiene en sus brazos a su Hijo, que dicen es Dios.
Aún estoy en sus manos, pero no me estruja mientras llora en silencio. Ya no siento su dolor, estoy más tranquilo, diría que me siento en paz. Es que ahora sus manos me deslizan suavemente sobre el rostro inerte del que llaman... el Señor.
¿Qué pasa? Estoy suavemente perfumado, siento calma apoyado sobre este rostro y en cada caricia que doy, descubro que el que acaricia no soy yo...
¡Soy un pañuelo bendito por las manos de una madre y de su Hijo, el Señor!... ¡No, no me laven por favor! Llevo el perfume de Cristo y el llanto de María... ¡Quiero quedarme en sus manos para poder llorar yo!...
Desconozco el autor
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